Hay un nuevo escenario político, cargado de retos para las fuerzas partidarias del cambio democrático. Como efecto natural de la decisión del régimen de iniciar diálogos de manera oficial con la insurgencia, se aprecia un relativo descongelamiento de la polarización extrema, esmeradamente cultivada por los aparatos ideológicos del poder a lo largo del primer decenio del siglo XXI. El guerrerismo recalcitrante de Uribe evidencia un creciente aislamiento, lo que no quiere decir que no conserve excepcionales palancas en el parlamento, el poder ejecutivo y las fuerzas armadas y de policía.
No hay una muralla china que separe el contenido del régimen, visto desde la variante Santos o Uribe, en términos de su concepción predominantemente militarista en el tratamiento de los conflictos sociales y de la salida de la guerra contrainsurgente. El punto de viraje, no obstante, lo constituye la decisión de dialogar, que implica reconocer al adversario como un sujeto político, y, en consecuencia, como el interlocutor en el tema de la paz, convenir con él un acuerdo de intención con momentos metódicamente escalonados, prioridades de agenda explícitamente establecidas, acompañamiento y facilitación internacional sólida y confiable.
Nada semejante pudo verse a lo largo de ocho años de Uribe, pese a los peregrinos intentos circunstanciales, a última hora siempre frustrados.
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