Álvaro Uribe pudo haber logrado la negociación política del conflicto que diezma a Colombia desde hace medio siglo.
Tenía lo principal, lo que caracteriza a sus enemigos: verticalidad, firmeza, capacidad de persistir en una posición. Nunca podrá negociar con la guerrilla quien cambie de actitud y de perspectiva al ritmo de sus emociones o de las circunstancias. Y lo que ha impedido ese acuerdo, además de la extrema crueldad y desconfianza de los insurgentes, es la volubilidad de gobiernos que un día dialogan y otro bombardean, que llegan a acuerdos por encima de la mesa y mueven sombras por debajo de ella, que declaran aceptar las reglas del juego, por ejemplo la Unión Patriótica, y después permiten su exterminio.
Tal vez no estaba en manos de Belisario Betancur, ni de Virgilio Barco, ni de César Gaviria, ni de Ernesto Samper, controlar esas fuerzas desbocadas que siempre frustran el esfuerzo de la negociación. Pero Uribe sí habría podido hacerlo.
¿Qué lo impedía? La convicción de Uribe y sus consejeros no sólo de que la guerrilla quiere todo el poder, sino de que podría conseguirlo, que Colombia podría convertirse en un país comunista. Ello, a mi ver, revela que estos señores, como los guerrilleros, viven todavía bajo el Frente Nacional.
Después de 1989 la amenaza comunista es lo que Marx había presentido desde 1848: un fantasma. Después de la caída de la Unión Soviética, el único país de intención comunista en América Latina, Cuba, espera que Estados Unidos termine su absurdo bloqueo, para beneficiarse de la proximidad del más grande mercado mundial. Nada ha favorecido tanto la persistencia del modelo económicamente ineficaz y políticamente asfixiante de la sociedad cubana, como ese bloqueo alimentado por los fantasmas de la guerra fría.
Uribe teme también que Colombia se convierta en otra Venezuela. Pero el experimento venezolano es único y si en algún país no podría aplicarse es en Colombia. ¿Qué puede tener de comunista un régimen que invoca todos los días a la Virgen María, y que mantiene, así sea precariamente como cualquier país latinoamericano, las instituciones de la democracia, la libertad de prensa, el régimen de partidos, el sistema electoral? ¿Qué puede tener de amenazante para el capitalismo un país que vive de venderles petróleo a las grandes economías?
Si uno quiere comprender el fenómeno de Chávez, tiene que ir a Caracas y comprobar que lo más escandaloso que ocurrió allí, el crecimiento en los cerros de rancherías pobres, la miseria, es un fenómeno muy anterior a Chávez. Y el exceso de rejas de seguridad y cerraduras en las puertas es también herencia de los gobiernos anteriores. Lo escandaloso es que la pobreza y la miseria hayan crecido durante décadas en un país que nadaba en petróleo, con una de las rentas más exorbitantes del continente. ¿A dónde iban a parar esos recursos? Nadie ignora los niveles de opulencia de las élites petroleras: esos son los causantes del fenómeno Chávez.
La casi idolatría popular por este presidente es resultado del egoísmo de la vieja dirigencia, y si Chávez no ha acabado con la pobreza, aunque la ha reducido de un modo notable, y si no ha acabado con la criminalidad, ni resuelto todos los problemas, es porque el poder económico y político no lo puede todo: se requiere un proyecto muy amplio de cultura, de debate, de diversificación de la economía, de iniciativa juvenil, para corregir los males incontables de las sociedades latinoamericanas.
Pero digo que lo de Venezuela no podría ocurrir en Colombia porque en Venezuela la principal riqueza es del Estado: quien logra el poder político tiene el poder económico. En Colombia la riqueza es de los particulares, de los empresarios, los dueños de la tierra, incluso los narcotraficantes, de manera que alcanzar el poder político puede equivaler a no tener poder alguno, si no lo sustenta el poder económico. El poder enorme de los medios, más que en Venezuela, está en Colombia en manos de la riqueza privada y sabe trabajar en su defensa.
Es difícil encontrar dos países más parecidos y más distintos. El que quisiera hacer en Colombia lo que se hace en Venezuela desataría un baño de sangre mayor que los que ya padecimos. Y sin embargo Colombia necesita, con más urgencia todavía, reducir la pobreza, incorporar a las mayorías a un proyecto de dignidad, de educación, de cultura contemporánea. Y al mismo tiempo incorporar a la dirigencia nacional a un proyecto de sensibilidad, de respeto democrático, de valores humanos. Porque la dirigencia colombiana, salvo casos admirables y honrosos, es la más egoísta, mezquina y carente de valores profundos de todo el continente.
Y es por ello, aunque Uribe y sus hombres no lo crean, que el país se ahoga en el resentimiento, en un infierno de mezquindad y de intolerancia.
Una negociación verdadera, leal y firme, con todos los ejércitos, sería de verdad el comienzo de un país donde una nueva dirigencia establezca un pacto de dignidad con su pueblo, al que ahora castiga y envilece, envilece y castiga.
No será la guerra, estoy convencido, lo que nos llevará a encontrar el cofre mágico de la convivencia. Yo entiendo la guerra como nuestra maldición, entiendo que el Estado debe librarla y sé que es un recurso desesperado de supervivencia. Pero una negociación firme y clara, con la participación protagónica de los poderes, que ponga a Colombia por encima de odios y facciones, es la única alternativa para vislumbrar un camino. Y exige, de todos los bandos, a la vez humildad y grandeza.
William Ospina Elespectador.com
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